Se habla mucho de educación social y emocional y nosotros hemos querido hacerlo también. ¡Te contamos nuestro punto de vista!

Sabemos que para aprender cualquier cosa no sólo es necesario conocer y gestionar nuestras emociones, sino que además las emociones juegan un papel crítico en nuestras relaciones sociales y en la capacidad de tomar decisiones.

Queremos que los alumnos sean capaces de sentir, pero también que aprendan a desarrollar las destrezas necesarias para reconocer sus propias emociones y las de los demás, y generar las estrategias adecuadas para poder gestionarlas dando una respuesta adecuada. Una educación emocional que permita sentir todas las emociones – la tristeza, la rabia, el asco, la culpa, el miedo, el orgullo, la alegría, la sorpresa…

No proponemos crear una nueva asignatura y enseñar ‘emociones’ de 3 a 4 de lunes a viernes. Creemos que la educación emocional debe estar integrada en la educación global de cada alumno. No podemos cambiar el currículo, ni el horario escolar de cada centro, pero sí podemos incorporar algunos hábitos en nuestro día a día – fuera y dentro del aula. Veamos algunas de esas emociones:

 

La frustración como parte del proceso

Queremos educar en emociones, pero también educar para fomentar la cultura del esfuerzo. Todo aprendizaje requiere un esfuerzo y es parte de un proceso. Enseñemos a nuestros alumnos a entender que el aprendizaje pasa por ciertas fases y que después de completar cada una de ellas obtenemos un resultado.

Vivimos en la era de lo instantáneo y este entorno está generando una frustración inusual en el proceso de aprendizaje pues se espera obtener resultados de forma inmediata. Sentir frustración – o incluso rabia – ante un nuevo aprendizaje es natural y es bueno. Esta frustración generará nueva energía y motivación para intentarlo de nuevo, para probar a hacerlo de una forma diferente hasta conseguirlo. No evitemos esta frustración en nuestros alumnos, dejemos que pasen por ello y que sigan el proceso natural de aprendizaje que cada asunto requiera. Intentemos enseñarles la necesidad de planificar. Esto les ayudará a ser más pacientes pero también perseverantes y a no rendirse ante la menor dificultad.

 

Del miedo al orgullo

¿A qué tienen miedo nuestros alumnos? Probablemente todos en algún momento tengan miedo de suspender un examen. Aunque es bueno que tengan interés en aprobar sus exámenes, cuando el miedo se convierte en pánico el alumno no es capaz de razonar.

Tenemos que enseñar a nuestros alumnos a conocer y controlar sus miedos. Enseñemos a estudiar para aprender y no a enseñar para aprobar.

Ayudemos enseñando con perspectiva, mostrando la relevancia de los distintos aprendizajes y las conexiones entre distintos temas. Relacionemos unas materias con otras, ya que no son compartimentos estancos. Volvamos hablar del proceso e insistamos en que el saber no se acaba en los exámenes y que no son un fin, sino un medio.

Preguntemos por las equivocaciones, no sólo por los logros. Creemos un clima en el que se permita el error y se fomente la reflexión y el debate. Seamos críticos para que sean críticos con ellos mismos. Evitemos el constante halago y el exceso de gratificación. Que la mejor recompensa sea la propia satisfacción y orgullo por haber conseguido algo.

 

La importante tristeza

La tristeza nos ayuda a conocernos y a descubrir lo que nos importa de verdad. Un alumno puede sentirse triste si cree que no encaja, si se siente diferente. Intentemos respetar y fomentar la individualidad de cada uno. En el aula hace falta un profesor líder y una autoridad que dirija y oriente a los alumnos pero que no los gobierne, sino que se permita a cada uno seguir su camino, su ritmo y que cada uno pueda sentirse importante cada día. Llamemos a los alumnos por su nombre, escuchando activamente y mirándoles a su altura. Cuidado con el trabajo en grupo – si alguien es invisible, será más invisible. Organicemos grupos y dividamos tareas de forma que cada uno pueda brillar en algo.

 

En definitiva, para vivir es necesario estar emocionalmente sano. Merece la pena esforzarse para conseguirlo.

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Quizás pensemos que la socialización se produce cuando ya se han cumplido los 3 o incluso 4 años, pero la realidad no es así. Los niños aprenden a interactuar con las personas o animales que están a su alrededor cuando aún son bebés, tanto con sus familiares como en la sociedad en la que viven.

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